viernes, 4 de noviembre de 2011

Idolatría al más grande: Ariel Arnaldo Ortega



Un ídolo es más que una persona, es ese sujeto que te cumple los sueños sin siquiera pedirte nada a cambio, pero se sabe que se le debe mucho por lo que hace.
Uno puede hablar de cualquier cosa con afirmaciones y contras, pero cuando se trata de un ídolo uno de esos conceptos no existe para nada, queda “stand by”.
Más allá de todas las cosas que lo rodean a ese personaje y su dificultosa vida, a uno le gustaba verlo gambeteando, más, con la camiseta de River, pero con esa remera sola no, con todas las que viste, porque el idolatrismo rompe con cualquier cosa. Uno no solo lo quería ver jugar y dejar mareados a sus rivales, pese a sus problemas de adicción, necesitaba verlo con la pelota entre sus pies.
Se sabe que las adicciones son muy difíciles para la vida misma, pero eso no te interesaba cuando él salía cada domingo a la cancha, porque te lo alegraba con cada jugada y no dejaba que los ojos se te despeguen del televisor: siempre tenía algo bajo la galera que te dejaba atónito.
Abuelos contaban que Labruna, Pedernera y Moreno volvían, con un habano en la boca, del cabaret a las ocho de la mañana y jugaban a las tres de la tarde. Esas cosas en esas épocas no interesaban, además, después la rompían dentro del campo de juego. Por eso no importaban todos esos problemas una vez que sonaba el silbato, lo queríamos ver jugar, pagábamos la entrada solo por él, porque ese amor es inexplicable y no se rompe con nada.

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